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Escuchá ese día.

Recuerdo bien el día en el que te conocí.

Éramos niños, o una imitación casi grotesca de lo que se suponía que debíamos ser; porque los niños no crecen rodeados de pólvora y el olor metálico del hierro, porque los niños no deberían estar familiarizados con el sentimiento de cigarrillos extinguiéndose sobre sus pieles, porque lo niños no deberían conocer el sabor de sus propias tripas, porque los niños no deberían saber cómo remendar sus propios cuerpos deformados.

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Porque los niños no deberían tener los ojos de los muertos.

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–Sos un bruto, con razón nadie quiere tenerte de amigo. – Me dijiste, sin verte afectado por el previo golpe de mi puño en tu rostro de porcelana.

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Tu sangre era fría, al igual que el tacto de tu piel, ¿Y tus ojos? Tus ojos eran como dos pozos sin fondo, dos agujeros negros que se tragaban todo ápice de luz que se atreviese a entrar en su vasto espacio. Tus ojos estaban muertos; sin esperanza, felicidad o emoción alguna. Tus ojos reflejaban la oscuridad de tu alma, así como la de la sociedad que te la robó.

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–Vos tampoco tenés amigos, sos el rarito de la casa trece, ¿No? Siempre estás solo.– Escupí.

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–Exactamente.– Me sonreíste con un brillo que no alcanzó el resto de tu rostro, –Por eso pienso que podemos estar solos juntos.

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Tus ojos reflejaban mi dolor, y yo me enamoré del sufrimiento.

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