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Escuchá ese atardecer.

Recuerdo bien el día en el que amé por primera vez.

Te encontraba hermoso, cautivador. Mirar tus ojos muertos se convirtió en mi pasatiempo favorito. Deseaba ansioso conservarlos para mí, inmortalizarlos en el lienzo de la noche para que jamás pudieran irse de mi vida.

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– Che, ¿Vos dónde pensás que vamos a ir cuando nos muramos? – La pregunta escapó tus labios secos tan ligeramente que casi se la llevó el viento que pasaba sobre aquel techo que habíamos hecho nuestro, pero no logró escaparse de mí.

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– No sabía que eras religioso. – Desvié la respuesta.

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– No soy, solo me parece un tema interesante. – Tus dedos tamborileaban inquietos sobre tus muñecas magulladas, y esa era la única forma que tenía de saber que eras más que un juguete sin vida. – Mis viejos dicen que me voy a ir al infierno si sigo juntándome con vos.

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Eso logró arrancar una risa de mi garganta, – ¿Y qué les dijiste?

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Quizás fue la forma en la que el brillo del atardecer iluminó el carmesí de tu mirada, o la forma en la que el viento hizo bailar tus suaves mechones chocolate, o la forma en la que me miraste como si me odiaras por arrastrarte de una prisión a otra aun cuando sabías que yo era el único capaz de entender tu dolor.

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– Les dije que quemarme en el infierno no sonaba tan mal si vos estabas conmigo.

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Sea lo que haya sido, fue el momento en el que entendí por primera vez por qué la gente moría por amor.

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